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domingo, 6 de noviembre de 2016

La Huella del Minutero (XI Concurso de Primavera de Abretelibro.com)

La huella del minutero

Cada espectador fue tomando su asiento. Ansiosos por ver el espectáculo que durante tanto tiempo llevaban anunciándoles en carteles y por el que habían pagado un buen precio por su entrada el día de estreno. El teatro, al igual que sus espectadores, vestía sus mejores galas para el gran estreno de la temporada. Se había cambiado la iluminación, ultimando los detalles para que la acústica fuese perfecta, pintado los palcos resplandeciendo de forma áurea. La platea lucía cada asiento con la tapicería renovada de terciopelo color rojo y con maderas de color platino. Cada butaca que conformaba el patio podría considerarse una obra de arte. El escenario se escondía detrás del telón que, de color verde bordado con hilos de oro, deslumbraba por todo el trabajo que llevaba haberlo fabricado.
Tobías miró su reloj. Según las manecillas, quedaban unos minutos para que empezara el espectáculo. Alrededor podía observar a la gente hablando en susurros con su vecino de asiento. Los caballeros vestían trajes donde predomina color negro y camisa blanca. Se podía notar el máximo cuidado que habían tenido al acicalarse y el olor de sus perfumes inundaba toda la sala ahogando el oxígeno existente. Las damas por su parte lucían vestidos de color blanco deslumbrando con su belleza.
Tobías volvió a mirar su reloj. Las manecillas se habían vuelto unas perezosas, no querían avanzar. Miró esta vez al escenario, su cortinaje e imaginó detrás su conjunto de engranajes, poleas, cuerdas, la tramoya y tantos mecanismos necesarios que si uno solo fallase, por pequeño que fuese, hasta la persona más profana vería que algo no iba bien. Como los relojes que fabricaba, consistía en una coreografía sincronizada para un baile de piezas engrasadas.
Aparecieron los músicos por un lateral andando hacia su foso. El espectadores, ajena a su llegada, seguían pendientes de sus conversaciones hasta que apareció el director de la orquesta. Los aplausos entonces resonaron en toda la sala, incluso en la calle se podrían oír para después dejar paso a un silencio sepulcral. La sala se quedo a oscuras, salvo algunas lámparas encendidas, sumiendola en un ambiente propicio. Por fín iba a empezar el primer acto. Tobías guardó su reloj.
Nota a nota, marcado por el compás, el sonido de una flauta conducía la melodía, dirigiendo a los instrumentos de cuerda y vistiéndo al teatro de sinfonía. El sonido llegaba al público servido en cojines de terciopelo. Acorde tras acorde, engalanados de adagio, advertían la entrada en escena a cada lado del escenario de los primeros bailarines que se cruzaban en el centro y hacían mutis por el foro, creando una coreografía sincronizada con cada movimient de la orquesta. «Se me va a hacer eterno» pensó Tobías, mirando su reloj. En sus pensamientos sumido estaba cuando la melodía cambió para dar paso a quien debería ser la reina. Al menos por su belleza, lo parecía. Iluminaba por si sola todo el escenario sin necesidad de focos. Sus pies flotaban sobre la tarima como una mariposa sobre los pistilos de una flor deseosa de fecundar. Hipnotizó a la mitad del aforo y encendió la llama de los celos de la otra mitad. El alma de cada adagio, de cada allegro podía verse en cada salto, en cada giro en cada mirada, en cada uno de sus movimientos.
Acto tras acto, telón tras telón, el público vibraba con cada secuencia de la historia, con cada movimiento de cada uno de los integrantes del reparto hasta el final. Sin duda había merecido la pena asistir al estreno, pensó Tobías tras el acto final. Volvió a subir el telón para que los bailarines agradeciesen el estruendo formado por los aplausos del público puesto en pie. Sin darse cuenta, llevaba tiempo sin mirar el reloj y aplaudía, sumido por el clímax que había alcanzado toda la platea mientras los bailarines desaparecían tras el telón.
Terminada ya la función, Tobías únicamente quería volver a casa lo más rápido posible y desaparecer. Sólo hacía mirar el reloj e intentar salir de entre la masa de gente que se agolpaba en los pasillos del teatro.
–¡Tobías! –oyó su nombre mientras le agarraban el brazo. Odiaba que le tocasen– ¿Pensabas irte tan pronto? Vamos, la noche acaba de empezar. No sabía que te gustara el ballet.
–Hola, Timo. Sí, claro que me gusta. –contestó Tobías soltándose sutilmente el brazo.
–Veo señores que ya se conocen –dijo Hans, el director del teatro, que mantenía una conversación con Timo–. El señor Tobías ha sido el encargado de la fabricación del reloj que viste nuestra fachada. El señor Timo, por su parte, me comentaba que le ha parecido una verdadera obra de arte de la relojería.
–Sí, creo que hice bien cuando invertí en la restauración de este teatro. Su mano se notará en cada campanada, señor Tobías.
–Gracias, señores. Ha sido un placer construir ese reloj, aunque es mi trabajo –respondió fingiendo una sonrisa Tobías, sin dejar de mirar el reloj de bolsillo–. Ahora, si me disculpan, tengo algo de prisa.
–Una persona muy particular, este señor –dijo Timo, una vez se encontraba solo con el director.
–Todos los genios tienen una personalidad muy particular. Venga, le voy a presentar al elenco de bailarines y bailarinas del teatro. Acompáñeme, conocerá a Elisabeth, nuestra reina.
–Será un placer –dijo Timo, siguiendo al director por los pasillos oscuros del reestrenado teatro.
Sin duda el estreno había sido un éxito. Al día siguiente todo el mundo hablaba de la obra, era el tema de conversación en las calles. Nadie reparó en que la relojería tiene la puerta cerrada, que dentro se oían ruidos propios de un taller donde parecían trabajar ciento de personas, aunque sólo lo regentase Tobías. Días y días de taller cerrado, sin ningún cartel avisando de la enfermedad del propietario para tranquilizar a su discreta clientela. «Tiene que tener un proyecto importante» decían, «es un buen relojero, seguro que tiene encargos de la capital» murmuraban. Sin embargo, cada tarde se le podía ver salir de su taller, vestido de traje y sombrero de copa, sin dejar de mirar su reloj, en dirección al teatro.
Elisabeth era la bailarina principal, la reina que realizaba el solo del tercer acto, la estrella de cada actuación. Se dejaba agasajar por los aplausos del público, por los comentarios que oía tras el telón cada noche. Joven, bella y hacía lo que más le gustaba y no podía ser más feliz. Llevaba un par de noches exultante de felicidad. En los camerinos, cuando cuelga a la reina para volver a ser Elisabeth, siente que le falta un brazo que le acompañe al hogar, que le susurre versos al oído o simplemente que la lleve al campo a pasar el día. Por esa misma razón no rechazó la idea de aquel señor adinerado que le invitaba a pasear en carro de caballos después de cada espectáculo.
Todas las noches, Tobías paseaba buscando una sombra que le cobijara en la oscuridad para observar a Elisabeth salir del teatro. La veía esperar, sin sentirse observada, ataviada con un pañuelo sobre la cabeza, tratando así de no ser reconocida, hasta que la recogía una calesa de caballos, propiedad sin duda de Hans. Tobías no abandonaba el lugar hasta que dejaba de oír el sonido de las ruedas contra el suelo, sólo entonces volvía a encerrarse en su taller.
Llovía sobre los charcos a las puertas del teatro, donde el espectáculo de esa noche había sido sublime. La sincronía de los bailarines era ya muy lograda con el paso de los días y se notaba en la actuación. A la salida, Tobías, escondido en la sombra de su esquina, observaba a Elisabeth guarecerse de la lluvia esperando su coche de caballos. No dejaba de mirar su reloj, era prácticamente un tic que le acompañaba incluso en la oscuridad, donde no podía ver las manecillas. Dado el tiempo transcurrido y visto que no aparecería coche alguno, la bailarina volvió a recogerse al interior del teatro. Tobías salió de su oscuridad e inició el camino a casa pegado a las paredes, buscando la oscuridad.
Siguieron las noches de carros que nunca llegaron, de ilusiones rotas y de ropa calada hasta los huesos por la lluvia. Elisabeth, una tarde sin función, acudió al taller del relojero que había fabricado el reloj de la fachada del teatro. Sentía curiosidad por ese hombre que fabricaba máquinas que funcionaban solas. Cruzó la puerta y sonó un pequeño timbre que avisaba cuando alguien entraba. Apareció Tobías, quien al verla allí en su propia tienda, se ruborizó enseguida.
–Buenas tardes, señorita –saludó intentando evitar su rubor–. ¿En qué puedo servirla?
–Buenas tardes, señor –contestó Elisabeth–. Quería conocer la tienda, que me asesorara en la compra de un reloj y ya de paso conocer a un espectador muy especial. Sé que usted nos ve cada noche desde el palco número cinco ¿No es así?
–Así es. El director me ofreció un pase diario para ver la función, aunque siendo sinceros, creo que no se fía del funcionamiento de mi reloj. –Ambos rieron con el comentario– Deme un minuto por favor. Ahora mismo le atiendo.
Se quedó sola en la tienda, mirando las vitrinas y los cuadros que decoraban la estancia. Empezó a pensar que Tobías mentía muy mal. Todas esas noches, mientras bailaba, sabía que el espectador del palco número cinco sólo tenía ojos para ella, que acudía cada noche para ver cómo bailaba, cómo se movía y cómo le miraba. Sin duda ese hombre estaba loco por ella, pero era tan reservado... La puerta se abrió y pudo ver en el interior una forma humana tapada por una tela. Se sobresaltó por un momento.
–¿Qué le pasa? ¿Está usted bien? –Se preocupó el relojero.
–Disculpe mi intromisión, pero me ha parecido ver que tenía a alguien ahí, con usted.
–No, no se asuste. Es un proyecto personal en el que estoy trabajando. –Trató de tranquilizar el relojero.
–Oh, por un momento pensé que... Ay dios, discúlpeme.
–Bien, no se preocupe. Ahora ¿Puedo ayudarle en algo?
–Si le soy sincera, tengo curiosidad de ver ese proyecto en el que está usted trabajando.
–Cuando cierre la tienda, podrá ver mi proyecto. Usted y sólo usted podrá verlo, pero no podrá comentar nada con nadie. Como le he dicho, es muy personal.
–Esperaré aquí sentada pues, a que acabe su jornada.
Así lo hizo, esperó sentada en una silla a que pasaran las horas hasta que el reloj marcara la hora del cierre. Durante ese tiempo pudo observar cómo Tobías se sumergía a través de su monóculo en un mundo diminuto de engranajes, cogía con sumo cuidado las piezas y las colocaba con la precisión y paciencia necesaria. Estaba convencida que un hombre tan tímido no la miraría tan fácilmente, que tendría que dar ella el primer paso o no conseguiría llamar su atención. Pasó el tiempo despacio, el ruido de los relojes le recordaba cada segundo que pasaba y que no volvería jamás. Más tarde, Tobías se levantó y cerró la puerta de la calle, dando por terminada la jornada del día.
–¿Sigue segura usted de querer ver mi proyecto? –preguntó antes de echar el pestillo y cerrar definitivamente.
–Segurísima –dijo ella, ilusionada de pensar en quedarse a solas con él.
–Sígame.
Tras cerrar completamente la puerta y correr las cortinas, se dirigió hasta la puerta de la trastienda dejando pasar a Elisabeth. La estancia era un taller más espacioso que la pequeña tienda desde la que se accedía. Lleno de piezas metálicas y engranajes como ruedas de coches o pequeñas como zarcillos, colocados por tamaño. El ambiente estaba impregnado de un olor a aceite, madera y metal que embriagaba los sentidos. En el centro, hacia donde se dirigían, se observaba un objeto antropomorfo, tapado por una tela blanca que llegaba hasta el suelo, sin dejar poder ver ni rastro de detalle. La curiosidad aumentaba conforme se acercaban.
–Será usted la primera persona que lo verá, después de mí –dijo Tobías mirando la obra sin destapar–. Como le he dicho se trata de un proyecto personal. Llevo tiempo trabajando mis ratos libres en él, pero hasta hace poco no he encontrado la manera de terminarlo.
–Un proyecto personal –susurró Elisabeth–. Debe ser difícil poder financiar un proyecto tan «grande».
–El dinero lo estropea todo –Comenzó a hablar sin mirarla a los ojos–. Desde pequeño, mi deseo siempre fue ser relojero, pues me apasionaba ver moverse los aparatos inertes. Manecillas sin vida empujadas por algún misterioso mecanismo, dibujando un círculo sin fin. No encontraba explicación de cómo y por qué parecían cobrar vida, pero quería saberlo. Deseaba abrir uno de esos aparatos y ver qué demonio habitaba dentro para hacer esa magia inerte. Crecí y, aunque mi curiosidad por encontrar demonios desapareció, mi interés por dar vida y sentido a materiales inertes seguía viva en mí. Hice todo lo posible por estudiar el funcionamiento de los sistemas de engranajes que movían el mundo, hasta que comprendí que no tendría vida suficiente para comprenderlo del todo. Pero con el tiempo entendí que el dinero era el «leiv motiv», el motor que movía, en muchas ocasiones, las manecillas del mundo. Tuve que hacer relojes en serie en talleres donde fui aprendiz, sin pararme a pensar siquiera cómo funcionaban, únicamente para conseguir dinero, para invertirlo en mi proyecto. Me convertí en un mercenario, realizaba mi trabajo con el interés de ganar dinero y no era eso para lo que yo había venido a este mundo. Quería hacer mis propios mecanismos, pero hasta para eso necesitaba financiación. He aquí que a día de hoy me encuentro fabricando relojes para teatros. Así como relojes de bolsillo, donde las personas pueden guardar sus fotos. Irónica forma de conservar un recuerdo, en una máquina que mide el tiempo. De cualquier forma, aquí se encuentra mi maravilla, mi obra maestra que con su permiso le voy a mostrar.
Elisabeth se sentía dichosa de poder ser testigo en fila cero, a manos de su creador. Tobías agarró la tela y tiró haciéndola volar, dejando la figura de una bailarina que se encontraba de espaldas a ellos. Se mantenía con un pie en el suelo mientras que el otro se encontraba suspendido en el aire hacia su espalda. La cabeza y los brazos los tenía dispuestos hacia adelante, daba la sensación de que iba a moverse en cualquier momento, que el tiempo se había congelado, castigándola a mantener una postura tan incómoda toda la eternidad.
–¡Oh, qué preciosidad! –dijo Elisabeth– ¡Parece estar viva!
–Se trata de un autómata –comentaba él, mientras daba vueltas a una manivela–, una máquina que imita en forma y movimiento a una bailarina en este caso. Llevo años trabajando en su creación. Su mecanismo, compuesto por más de cinco mil piezas entre cadenas, discos, dientes y engranajes que, colocados de una configuración concreta, puede desempeñar varios movimientos distintos. No ha sido complicado, no tanto como conseguir tallar cada detalle como yo soñaba, como yo quería que fuera.
Dio vueltas a la pequeña manivela hasta que sonó un «clic». Paró, haciendo una pausa mientras meditaba qué iba a decir.
–He creado la mujer perfecta –prosiguió mientras rodeaba a la bailarina sin dejar de mirarla–, al menos para mí. Sus líneas la definen como una bailarina que nunca se cansa de bailar, capaz de mantener la misma posición durante años si yo quisiera. El minutero no marcará su huella en su piel.
Soltó la manivela y comenzó la bailarina a moverse con una música metálica de fondo. Ella reconoció enseguida la melodía conocida por «Für Elise», la conocida obra que Beethoven compuso a su amada. «Para Elisa. Sin duda otra prueba más de su amor por mí», pensó. Pero hasta que no vio la cara de la bailarina no confirmó sus pensamientos. Como si se mirase en un espejo, vio su imagen tallada en la bailarina. Cada detalle, cada lunar, cada resquicio era de ella.
–Es, es... ¡Es mi viva imagen! –dijo llena de ilusión.
–Sí –contestó Tobías–. La primera vez que te vi pensé que era imposible. Supuse inocente que había conseguido realizar el sueño de un Dios. Salí del teatro deseoso de llegar a mi taller, exhausto tras cada zancada, para comprobarlo. Abrí la puerta presuroso por saber si mi obra había cobrado vida. Tiré del harapo para descubrir que aún seguía aquí, que mi propia «Galatea» me esperaba sin vida en la misma posición que yo la dejé. Me sentí como un desdichado iluso.
Ella se le acercó compadeciéndose de su visible tristeza, queriendo hacerle ver que su musa era de carne y hueso, que no tenía razón para estar triste ya que la tenía delante. Absorta en sus pensamientos, acercándose poco a poco a su admirador se decidió a darle un beso. Una caricia robada de sus labios despertaría la pasión y el deseo que, tras su modestia, seguro escondía. Nadie se había negado jamás a uno de sus besos y ella lo sabía, como sabía cuándo un hombre la deseaba. Él, no sólo se sorprendió, sino que se retiró, dejándola con los labios suspendidos en el aire, esperando quizás como quién espera un carro de caballos que nunca llegará.
–Ruego, señorita, que salga de la tienda –dijo Tobías, claramente indignado mientras volvía a tapar a la bailarina para después salir y guiar a Elisabeth hasta la calle.
–¡Oh!, lo siento. No sé qué me ha podido pasar. –El rubor invadía todo su cuerpo y sus mejillas desprendían un calor que hacía tiempo que no recordaba– Ruego disculpe mi atrevimiento. Pensé...
Tobías cerró la puerta, dejándola con la palabra en la boca. Nunca le había pasado algo así. Se sentía raro, ya que él mismo no entendía por qué había rechazado a una dama tan bella como ella. Volvió al interior de su taller, se sentó en su silla de trabajo derrotado. Se dejó perder entre sus pensamientos y miró su reloj. Las manecillas le advertían que era hora de irse a la cama. Decidió que lo mejor era dormir un poco para dejar de pensar. Tiró decidido de la tela que tapaba su obra maestra y al verla se sintió lleno de orgullo por el resultado. Se acercó a ella, tan cerca que podía sentir el olor a madera, acarició la cara de la bailarina, cerró los ojos y la besó en los labios.
–Buenas noches, amor mio.