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martes, 11 de mayo de 2021

Enséñame a cantar

 Enséñame a cantar



“Enséñame a cantar”, dijo la mujer sin dejar de pespuntar.

“Dicen que las cicatrices, como los zurcidos, cierran antes si puedes canturrear”.

Mide y corta de la noche a la mañana.

Hilvana oyendo a los niños en la calle corretear.

Cose con la espalda pegada a la ventana

y remata pensando cuándo le tocará a ella salir a jugar. 


Se asomaban  las vecinas con la excusa de saludar, solo para verla la tela cortar.

Volaban las tijeras en sus manos, las agujas en sus dedos y los pajarillos en la puerta de su casa. 

Cuentan que desde cierta noche solo hace coser y tararear.

Que no entona ninguna canción y que solo su criatura,

arropada en la cuna con sábanas del color de la luna, la oye tararear una canción:


Llora la luna lunera, porque el sol brilla más que ella

Pobre lunita que sola se queda, teniendo la piel de seda.

Quien será quien le cosa una ropa de cama, que logren calentarla en el cielo.

Déjame que te cosa unas sábanas de terciopelo, Susurró la costurera desde el suelo.


Cose, costurera, cose, dijo desde el firmamento la luna. 

Confecciona unas sábanas del tamaño de una cuna.

Duerme, duerme, pequeño, que mañana has de jugar.

 Antes, por la noche vendrá tu madre a tu cesto a cantar.


jueves, 1 de octubre de 2020

Dulces Sueños

 

Dulces sueños

Imagen: Snezhana Soosh

–Buenas noches corazón –La voz sonó dulce y pausada, como siempre.

–Buenas noches mamá. –Respondió Martín bajo las sábanas.

Al salir cerró la puerta despacio, estrangulando la luz que entraba del pasillo hasta hacerla desaparecer dejando la habitación inundada de oscuridad. Sus ojos, sin embargo, se negaban a cerrarse y su cerebro repasaba cada momento del día que acababa ya. Despertarse, desayunar, correr para el bus, ir al cole, estudiar y aguantar charlas hasta volver a casa, cada día igual.

En esos pensamientos estaba cuando unos golpecitos en la ventana, bañada por la luz de la luna, le devolvieron a la realidad de la habitación. “Quizás sea un ave perdido o un murciélago”, pensó algo asustado. El ruido no cesaba y no quería abandonar la seguridad que sus sábanas le proporcionaban. La curiosidad le empujó literalmente de la cama y, sin saber cómo, se encontró de pie, andando hacia el origen del ruido. Miró por la ventana para comprobar que la ciudad seguía ahí, que los carteles luminosos de los garajes seguían llenos de mosquitos, que las farolas no se habían quedado sin luz y bañaban de luz las calles. Abrió dejando entrar una fresca brisa que le produjo un escalofrío.

–Buenas noches Martín –Se sobresaltó al notar que la voz provenía desde dentro de la habitación.

En efecto, en su habitación había un hombre alto, de cabellos oscuros, voz grave que le saludaba con la mano. Tras retirarse unos pasos comprobó que llevaba un traje de color amarillo y azul, una capa azul que ondulaba detrás de sus brazos en jarra, pose habitual de cualquier superhéroe. Una máscara le tapaba la cara sin poder ver más allá de sus ojos.

–Tranquilo –repuso el hombre al ver a Martín apartarse asustado –Nunca te haría daño.

Martín observó cómo el extraño cogía uno de sus libros de la estantería y lo examinaba con sumo cuidado para después volverlo a colocar en su sitio.

–Tienes una colección muy buena de cómics –dijo el extraño sin levantar la vista del libro.

–¿Quién eres y por qué vas vestido de esa manera tan rara? –preguntó Martín tratando de no parecer nervioso.

–¿No te gusta? –respondió mirándose la ropa, como si de repente descubriera su extraña manera de vestir.

–Pareces un superhéroe de cómic.

–Será porque lo soy –respondió usando la misma pose con los brazos en jarra. Seguro que era su preferida, con la capa volando al son del viento–. Mi nombre es Hipnosis y mi deber es cuidar que no te pase nada.

Una parte de Martín estaba impresionado: ¡Un superhéroe! Todos esos libros repletos de aventuras se convertían ahora en una realidad delante de él. Cuantas veces había deseado ser uno de ellos y poder volar, divisando la ciudad y arrestar a los malos.

–¿Qué haces aquí? –preguntó Martín.

–Solo será un momento –respondió mientras se agachaba para mirar debajo de la cama–, nada por aquí...

–¿Qué haces?

–Compruebo que no hay monstruos que molesten tus sueños –Abrió el armario para, tras inspeccionarlo, volver a cerrarlo. Quitó la ropa de la silla, que formaba una sombra algo sospechosa en la pared–. Ya está. Nada te perturbará esta noche, está limpio.

–Mi madre se enfadará si te ve aquí.

–No podrá verme y si viene te verá acostado. Compruébalo tú mismo –dijo mientras señalaba la cama.

Martín se acercó a la cama y allí pudo ver su cuerpo tumbado. Comprobó cómo su propio pecho subía y bajaba al compás de la respiración relajada.

–¿Cómo..? –Su cara de incredulidad miraba ahora la cama, ahora a Hipnosis sin poder entender.

–Tranquilo, todo esto que ves es tu propio sueño. Estás dormido y soñando conmigo. Por eso estoy yo aquí, para protegerte de tus pesadillas y duermas tranquilo.

Martín se sentía desconcertado. Se pellizcó y no lo sintió, debía ser un sueño entonces.

–Me ha contado un pajarito cuál es uno de tus deseos más grandes. Si vienes conmigo podrás hacerlo realidad, podrás volar.

Martín dudó un segundo y Hipnosis aprovechó para abrir a la ventana.

–Si dudas nunca sabrás qué se siente –dijo con una sonrisa socarrona mientras se encaramaba a la ventana–. Tendré que irme volando, solo...

Sin mediar palabra, Martín le tendió la mano y salieron volando por la ventana. Su cara debía de ser un poema, no podía creer que estuviera volando. Su mamá se iba a enfadar mucho si se enteraba, no llevaba una muda limpia.

La ciudad por la noche estaba llena de luz. A diferencia del día, ésta provenía del suelo y el cielo únicamente se podían ver estrellas suspendidas sobre un negro perfecto. Notaba la fuerza que le imprimía los brazos de su compañero y un calor suficiente para surcar la Antártida si hiciera falta.

–¿Dónde vamos? –gritó Martín.

–Vamos a un sitio que te va a encantar, disfruta el viaje y no te preocupes por nada más.

Sobrevolaron lugares que no sabía siquiera que existían. Le fascinaban las luces de colores que acompañaban a las sirenas, las sombras que jugaban bajo las luces de las farolas. Podía observar las pocas personas que paseaban por la noche sin que supieran siquiera que él estaba volando sobre la ciudad.

Hipnosis bajó en picado sin avisar siquiera a Martín, que se llevó un susto tremendo. Durante todo el descenso mantuvo los ojos cerrados, esperando quizás chocarse contra el suelo hasta que todo se paró en un instante. Al abrir los ojos comprobó sin duda que estaban en tierra firme. Un estanque con fuentes y nenúfares rodeado de palmeras altas, con las hojas rozando el cielo, les dio la bienvenida. Sin duda era el parque central.

–¿Sabes ya dónde estamos, Martín?

–¡Sí! Es donde veníamos a pasear papá y yo hace tiempo, antes de...

–Lo sé –interrumpió Hipnosis–, por eso te he traído aquí, sabía que a pesar de todo te gustaría.

Martín aguantó las lágrimas y se tragó esa sensación que le apretaba la garganta. Los recuerdos eran difíciles de retener y más en aquel parque donde todo empezó.

–Sé que tu mamá y tú lo estáis pasando mal, es normal. Todo pasa mi niño. Verás como muy pronto todo esto será un mal recuerdo.

–Ayer hice un dibujo en clase y al llegar a casa lo puse en la nevera, para que lo viera mamá. Estuve esperando todo el día a que llegara y se sintiera orgullosa de ver lo que había dibujado.

–No lo vio, ¿verdad? -Hipnosis siguió con la mirada la lágrima que descendía por la mejilla de Martín. Tenía que cambiar de tema –¿Te gustan los patos?

Martín afirmó moviendo la cabeza, no quería que su voz sonara temblorosa.

El agua del estanque empezó a dibujar ondas sobre su superficie, distorsionando así el reflejo de la luna y las estrellas. Una brisa recorrió el parque moviendo suavemente las hojas de las palmeras, dirigiéndose hacia el agua, como un animal sediento.

–¡Hágase el milagro! –La voz de Hipnosis sonó como una orden.

Detrás de la brisa, desde el cielo, aparecieron uno tras otro una fila de patos. Descendían formando una espiral hasta seguir con la fila en la superficie del agua. Danzaban en el agua, nadando en círculos, formando siluetas en el centro del estanque.

–Mira lo que son capaces de hacer para que les des de comer –Hipnosis sacó de su capa una bolsa de palomitas–. Mejor vamos al centro del estanque, ¿vienes?

Agarró de la mano a Martín y saltó la pequeña barandilla que separaba el estanque. Martín no podía creer que estuvieran ahora andando sobre la superficie del estanque. Rodeados de patos, caminaron hasta la fuente del centro. Allí alzaban la mano y los patos se elevaban para coger su preciado regalo y volver al agua. Martín estaba fascinado con todo lo que veía. Acabó la bolsa y los patos hicieron una reverencia para acto seguido volver a alzar el vuelo, esta vez con el estómago lleno.

–Les has caído bien –dijo Hipnosis–. Conmigo no se alegran tanto.

Con la cabeza baja, Martín caminaba sobre el agua dirección a la barandilla. A pesar de lo que acababa de ver, se sentía triste.

–Todo esto es precioso, Hipnosis, pero mañana cuando despierte todo volverá a ser igual, volveré al colegio, a ser ignorado por mi madre. Vamos, que volveré a estar solo. Ojalá pudieras venir conmigo.

–No puedo–dijo Hipnosis, poniéndose de rodillas para estar a su misma altura–. Yo pertenezco al mundo de los sueños y la vida es para vivirla, no para soñarla. Cuando tengas algún problema o bien te sientas solo piensa que aunque no me veas yo estaré contigo. ¡Mírame, soy un superhéroe! Tengo el súper poder de la invisibilidad. Nunca volverás a estar solo.

Al ver su cara de tristeza, se le ocurrió una idea que seguro le iba a animar.

–Cierra los ojos, nos vamos de nuevo.

–¿Volvemos a volar? –preguntó Martín sonriendo esperanzado.

–No, no es necesario. Tú cierra los ojos y soñarás que viajamos.

–Pero, ¿no estoy soñando ya?

–Sí. Los sueños son como esos libros y cómics que habitan en tu habitación, no existen límites en tu imaginación. Puedes recorrer miles de kilómetros o viajar a la luna sin siquiera salir de tu cama. Vivirás mil vidas, tantas como libros puedas leer.

–Está bien –dijo Martín cerrando los ojos-. Avísame cuándo lle...

–Abre los ojos –interrumpió Hipnosis.

Sorprendido, pudo comprobar que el parque había desaparecido y en su lugar se encontraba un pasillo con muchas puertas a ambos lados, mal iluminado, limpio y pulcro. Con colores suaves y un olor muy particular que le recordaba a las medicinas, a la ropa de mamá.

–Estamos en un hospital –La pregunta se convirtió en una afirmación para Martín.

–Correcto –afirmó Hipnosis.

Las puertas de las habitaciones estaban cerradas. Las lámparas iluminaban a media luz e incluso algunas estaban apagadas. Al fondo se podía ver la silueta de una persona vestida con pijama blanco y llevaba un carro. Iba de cuarto en cuarto, visitando las habitaciones.

–Esa mujer se parece... –susurró Martín con los ojos arrugados intentando ver en la media oscuridad.

–Vamos a comprobarlo. Tranquilo, no nos verá –dijo Hipnosis calmando a Martín –. Somos invisibles ¿recuerdas?

Se acercaron silenciosamente, tratando de ser lo más sigilosos posible. A cada paso que se acercaban comprobaba que esa forma de andar, esos rizos y esa silueta no podían ser de otra persona más que su madre. Desprendía un aroma que solo podían producir las diosas del Olimpo, una sonrisa que desarmaría cualquier argumento, una belleza de movimientos que enamoraría a cualquier hombre y una voz que embaucaría a las sirenas.

–Es guapa ¿verdad?

–La más bella que haya visto jamás –respondió Hipnosis embelesado.

–Mi papá la quería mucho –Bajó la cabeza así como la voz a medida que hablaba–. Siempre le decía que se merecía lo mejor del mundo y que por eso nací yo.

–De ti depende ser lo mejor que le ha ocurrido en toda su vida, aunque seguro que está muy orgullosa del hombrecito en el que te estás convirtiendo.

–No lo sé, siempre está muy atareada. Apenas tiene tiempo y cualquier cosa que hago siempre parece sentarle mal.

–Mírala, es difícil vivir su vida, créeme. A pesar de tener un hijo estupendo como tú, no tiene tiempo suficiente para verte crecer, perder a tu papá fue un trago muy duro. Gasta su tiempo trabajando mucho para poder darte todo lo que necesitas y sin embargo conserva esa sonrisa tan preciosa.

Ambos la seguían con la mirada mientras en el pasillo preparaba las bandejas. Se la veía cansada pero entraba a cada habitación con una felicidad contagiosa.

–Hola, buenas noches y bienvenidos al “hospitel” del mar –Siempre entonaba la misma cantinela al entrar en una habitación–. Lo sé, preferirían estar en casa, pero no hago visitas a domicilio.

Hasta a ellos mismos les consiguió contagiar esa felicidad. Los pacientes del “hospitel” la admiraban y deseaban verla aparecer cada vez que la puerta se abría. Era una corriente de brisa fresca en un caluroso día.

La siguieron algunas habitaciones más, puerta tras puerta, hasta que la luz del sol se asomaba por las ventanas.

–Martín, es hora de despertar –dijo Hipnosis.

–¿Cómo? ¿Ahora? No, quiero estar con ella.

–Cuando despiertes lo estarás. Cuídala como ella cuida de ti. Solo os tenéis el uno al otro.

–¿Dónde irás tú cuando despierte? –preguntó Martín con cierto desconcierto.

–Te contaré una cosa. No se lo digas a nadie o dejará de ser un secreto. ¿Entendido?

–Entendido –respondió Martín intrigado.

–Cada miedo que te acompaña a la cama, en tus sueños se convierte en un monstruo. Por mucho que yo luche contra ellos aquí, tienes que hacer lo mismo tú mientras estés despierto. Procurar que no te acompañen a la cama. Yo estaré a tu lado, aunque no me veas, nunca te dejaré solo, pero tienes que vencerlos tú, si no, no te dejarán vivir. Es hora de despertar.

Martín sintió como algo le removía de repente, como si le agitara sin poder moverse más.

–Es hora de despertar, Martín. –Era la voz de su madre, como si viniera desde el fondo de un pozo.

–¡Hola mamá! –respondió Martín dándole un abrazo enorme– Hoy el desayuno lo hago yo. Tú siéntate a ver la tele o a leer, yo me encargo.

–¿Qué te ha picado hoy? –preguntó su madre sin entender nada de lo que estaba pasando.

Se levantó raudo y veloz hacia la cocina. Hizo el café, calentó tostadas y exprimió naranjas inundando de aromas seductores a cualquier apetito. Cargado con una bandeja apareció por la puerta del salón donde mamá le esperaba sentada en el sofá.

–¿A qué se debe el placer hijo?, ¿acaso es mi cumpleaños? –preguntó mamá intrigada.

–A que tú te mereces lo mejor del mundo –respondió mirándole de reojo.

Esa frase le hizo un nudo en la garganta a ambos. Se levantó su madre y esta vez fue ella quien le respondió con abrazo que casi le deja sin respiración.

–Por eso naciste tú –Le susurró ella al oído mientras una lágrima corría por sus mejillas.

El día se presentaba estupendo. Tras el desayuno fueron al parque y dieron de comer a los patos, pasearon entre las palmeras, sobre las luces y las sombras que se dibujaban en el suelo. Dejaron a un lado la inercia de vivir día a día. No recordaban la última vez que habían pasado un día juntos. La tarde les ofreció un paseo a la orilla del mar, con los pies mojados, el olor salado y la brisa que acariciaba sus manos unidas.

–Quiero que todos los días sean así, mamá, a tu lado.

–Yo también Martín, yo también.

Cayó la noche y con ella los vientos que hielan la piel. En casa la cena ya está acabada y a Martín se le cierran los ojos. Acabaron dormidos madre e hijo bajo la misma sábana, bajo los mismos sueños sin pesadillas.

***

Años después, Martín pagaba sus propias facturas y lo hacía con lo que mejor supo hacer siempre: dibujar. Sus dibujos se podían admirar en muchos cómics diferentes. Su estudio estaba repleto de aquellos sueños plasmados en colores diluidos con un fondo blanco. Su personaje más famoso era SuperHypnos, un superhéroe que cuidaba de los sueños de los niños. Les ayudaba a crecer, a madurar a través de la calma y la imaginación que se desarrolla tras sus ojos mientras duermen.

SuperHypnos vestía capa azul, máscara amarilla donde solo se le podían adivinar unos ojos del color de un mar de esmeraldas. A los niños les encantaban sus historias donde vencía, no sin sufrir antes, a todos los horrorosos monstruos que desfilaban por los sueños de los más pequeños.

La noche había sido dura. Los plazos de entrega eran lo peor de su trabajo, sin duda. Esa presión a la que le sometían era quien cerraba la puerta a su creatividad. Pero cada página terminada era una batalla vencida. El guerrero merecía descansar.

Sus pasos acabaron al pie de la cama, donde se metió y abrazó la espalda de Esther, que le cogió la mano. Se dejó dormir sintiendo su calor y su respiración.

Un ruido en la ventana le despertó. «Esto me suena», pensó tras levantarse a abrirla. Entró el aire fresco de la noche.

–Cómo has crecido –dijo una voz, que reconoció enseguida, tras él.

–Tú sin embargo sigues igual, no pasan los años por ti.

–Ya sabes, vivir en los sueños no envejece.

–¿Hoy no revisas mi habitación en busca de monstruos? –preguntó Martín mientras cerraba la ventana.

–Ya eres una persona adulta. Ya es hora que seas tú quien busque los monstruos en la habitación de algún pequeño.

–Llevo años buscándote en mis dibujos, en mis libros, en mis sueños y nada. Ahora te presentas aquí para qué, ¿despedirte?

–Puede ser. Nunca me gustaron las despedidas y sé que a ti tampoco.

–La verdad es que no –Martín se sentó en la cama– He hecho de ti, de mi imaginación la manera de ganarme la vida. Todos los niños sueñan contigo, con ser tú y ahora vienes a decirme que te vas. No es justo.

–Ni la vida, ni los sueños son justos.

–Creo que te echaré de menos. Todos estos años lo he hecho.

–Antes de irme –dijo Hipnosis avanzando un paso hacia Martín–, quería hacerte un regalo para que, aunque no me eches de menos, no me olvides. Ahora, cierra los ojos.

Martín le hizo caso. Con los ojos cerrados podía sentir cada movimiento que hacía Hipnosis. Sintió cómo deslizaba algo y se lo ponía en su propia cara. ¡Era su máscara!

–Ya puedes abrirlos, pero hazlo despacio.

Como un niño, volvió a obedecerle y poco a poco pudo ver un redondo mentón bajo unos marcados pómulos y una nariz chata. Sus ojos reflejaban el color de un mar de esmeraldas.

–Desde el principio sabía que eras tú –dijo Martín aguantando el nudo que le oprimía la garganta.

–Mi sueño solo era verte crecer. ¿Qué padre no quiere lo mejor para su hijo? Ahora es hora de despertar.

–¡No!, no quiero despertar. ¡Ahora no!

–Es hora que tú seas otro superhéroe y que cuides la vida de esa criatura que traéis en camino. De sus noches ya me encargo yo.

lunes, 28 de mayo de 2018

Frio abisal

He vuelto a sentir ese frio abisal tras tanto tiempo sin recordarlo. 
Ha durado unos segundos, los suficientes para sentirme observado. 
Ahora solo queda aprender a devolver la mirada al abismo.

martes, 28 de febrero de 2017

Parar el mundo

-Quiero parar el mundo -dijiste mientras enmarañaba mis dedos entre tu pelo-, en este mismo momento, aquí, contigo.

-¿Quién dice que no se detuvo? - respondí sin dejar de mover los dedos- Yo mismo noté cómo crujieron los mecanismos y engranajes que componen el reloj del tiempo. Quizás nadie más lo notó, tal vez nadie más lo escuchó escondido detrás de todo el mundanal ruido. Desde ese mismo momento todo siguió igual: los pájaros siguieron cantando, los árboles bailaban con el viento y las agujas siguieron su inercia programada. Desde entonces solo hago pensar en que todos esos segundos, minutos y demás no fueron más que una invención, una cuenta atrás, ya que el tiempo dejó de contar cuando te conocí.

San Valentín 2017





Me extravié en un mar cristalino del color de las esmeraldas. 

Quizás no quería volver a la orilla, bajo la sombra de sus pestañas.

Tal vez me distraje contando los lunares de la superficie de su espalda.

Naufragué a causa de sus cantos de sirena en aguas de sus labios
Cada noche dibujaba constelaciones en el cielo de su boca e inventaba historias para hacerla dormir en mis brazos.
Ahora que la luz del día brilla en sus ojos he de confesar que cada día vuelvo para perderme en ese mar cristalino del color de las esmeraldas.

Ella, con su perfume de tierra mojada


Ella, con su perfume de tierra mojada, le arropó con hojas secas recogidas del suelo.
Ella, con su piel de alcornoque desollado, le lavó la cara con agua de lluvia.
Ella, con sus ojos color castaño, sintió el frío inerte que rodea a la niebla.
El, por su parte, se tumbó en el suelo a esperar que el invierno pasase lo más rápido posible.

jueves, 15 de diciembre de 2016

Enséñame a coser

“Enséñame a coser”. Pidió la niña con cara de mujer. “Solo quiero aprender a cerrar mi pecho para así evitar que vuelva a escapar mi corazón”
Puntada a puntada, aprendió los secretos que únicamente se escondían en los bolsillos rotos. Cultivó el arte de hilvanar confidencias sin siquiera soltar la aguja enhebrada. Comprendió que los silencios se conservaban mejor dentro de una lata de galletas y que para remendar lágrimas, lo mejor era confeccionar con retales una sonrisa.
Pasados los años, se atrevió a mirarse el pecho. Su corazón latía al ritmo de cada remate, de cada pespunte. Acarició con la punta de su dedo el hilo invisible que cosió lo que antes era una herida. Solo entonces, la mujer con cara de niña, comprendió que la vida no consistía solamente en coser y quiso aprender a cantar.